EL PRINCIPIO DE PETER
Cuando yo era pequeño, se me enseñaba que, los hombres de posición
elevada sabían lo que hacían. Se me decía: "Peter, cuanto más sepas,
más lejos llegarás”. Así, pues, continué estudiando hasta graduarme y,
luego, entré en el mundo aferrado firmemente a estas ideas y a mi nuevo
título académico. Durante mi primer año de enseñanza, me sorprendió
descubrir que numerosos maestros, directores de escuelas, inspectores e
interventores parecían ser indiferentes a sus responsabilidades
profesionales e incompetentes para el cumplimiento de sus obligaciones.
Por ejemplo, la preocupación principal de mi director era que todas
las persianas se hallaran al mismo nivel, que hubiera silencio en las
aulas y que nadie pisara ni se acercara a los rosales. Las principales
preocupaciones del inspector se reducían a que ningún grupo minoritario,
por fanático que fuese, resultara jamás ofendido, y que todos los
impresos oficiales fueran presentados dentro del plazo estipulado. La
educación de los niños parecía estar muy alejada de la mente del
administrador.
Al principio pensé que esto se debía a un defecto
especial del sistema escolar en que yo daba clases, por lo que solicité
ser destinado a otro distrito. Cumplimenté los impresos especiales,
adjunté los documentos exigidos y me sometí a todos los trámites
burocráticos. ¡Pocas semanas después, me fue devuelta mi solicitud con
todos los documentos!
No, no había nada malo en mis credenciales;
los impresos estaban correctamente cumplimentados; un sello oficial
mostraba que habían sido recibidos en perfecto estado. Pero la carta
que les acompañaba decía: "Los nuevos reglamentos establecen que estos
impresos no pueden ser aceptados por el Departamento de Educación a
menos que hayan sido certificados en el servicio de Correos para
garantizar su entrega. Le ruego que vuelva a cursar la documentación al
Departamento, cuidando esta vez de hacerlo por correo certificado."
Empecé a sospechar que el sistema escolar local no poseía el monopolio de la incompetencia.
Al
pasar la vista en derredor, advertí que en todas las organizaciones
había gran número de personas que no sabían desempeñar sus cometidos.
Un fenómeno universal
La
incompetencia ocupacional se halla presente en todas partes. ¿Se ha
dado usted cuenta? Probablemente, todos nos hemos dado cuenta.
Vemos
políticos indecisos que se las dan de resueltos estadistas, y a la
"fuente autorizada" que atribuye su falta de información a
"imponderables de la situación". Es ilimitado el número de funcionarios
públicos que son indolentes e insolentes; de jefes militares cuya
enardecida retórica queda desmentida por su apocado comportamiento, y
de gobernadores cuyo innato servilismo les impide gobernar realmente.
En nuestra sofisticación, nos encogemos virtualmente de hombros ante el
clérigo inmoral, el juez corrompido, el abogado incoherente, el
escritor que no sabe escribir y el profesor de inglés que no sabe
pronunciar. En las Universidades vemos anuncios redactados por
administradores cuyos propios escritos administrativos resultar
lamentablemente confusos, y lecciones dadas con voz que es un puro
zumbido por inaudibles e incomprensibles profesores.
Viendo
incompetencia en todos los niveles de todas las jerarquías, políticas,
legales, educacionales e industriales, formulé la hipótesis de que la
causa radicaba en alguna característica intrínseca de las reglas que
regían la colocación de los empleados. Así comenzó mi reflexivo estudio
de las formas en que los empleados ascienden a lo largo de una
jerarquía y de lo que les sucede después del ascenso.
¿Quién hace girar las ruedas?
Naturalmente, rara
vez encontrará usted un sistema en el que todos los empleados hayan
alcanzado su nivel de incompetencia. En la mayoría de los casos, se está
haciendo algo para contribuir a los ostensibles fines para los que
existe la jerarquía.
El trabajo es realizado por aquellos empleados que no han alcanzado todavía su nivel de incompetencia.